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Análisis Político

La tentación autocrática del presidente

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En tiempos de convulsión política es frecuente escuchar el grito indignado de “¡que se vayan todos!”. La hipocresía suele esconder la frase completa: “¡Que se vayan todos, nos quedamos nosotros!”.

En momentos de simple cálculo político, intolerante y confrontacional, como ahora, la frase “nos vamos todos” en boca del presidente Martín Vizcarra y en alusión a su propuesta de acortar su mandato y el del Congreso a julio del 2020, con un adelanto de elecciones de por medio, solo siembra incertidumbre y no parece decirnos toda la verdad.

Quizás la frase completa que escuchemos más adelante sea: “¡Se van todos, me quedo yo!”, como si en democracia nuestros políticos, incluido Vizcarra, no hubieran aprendido el arte básico de manejar diálogos ásperos, desacuerdos duros, negociaciones infructuosas y hasta puntos muertos aparentemente insalvables.

La frase “nos vamos todos” encierra una honda frustración, no por lo que Vizcarra no ha podido conseguir democrática y constitucionalmente, sino por lo que no ha podido lograr pretendiendo manejar tres poderes del Estado al mismo tiempo –el suyo, el Congreso y el Ministerio Público–, por encima de una clara separación de autonomías y mandatos.

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Quienes irresponsablemente lo han empujado al borde de estos linderos inconstitucionales tienen que haber sido los mismos que lo llevaron a una confrontación sin tregua con el fujimorismo, cuya actitud soberbia y arrogante, si bien no merecía ser tratada con guantes blancos, tampoco ameritaba descender al charco golpista, con amenazas recurrentes de disolución parlamentaria y con botas en los pies.

Recuérdese que Vizcarra se convirtió en el primer cruzado anticorrupción del país, atrayendo sobre sí autoridad, confianza y popularidad como pocas veces se ha visto. Tuvo así la privilegiada oportunidad para montar una estrategia anticorrupción integral, cayera quien cayese, inclusive comenzando a barrer por casa, como lo hizo, sin aspavientos, Valentín Paniagua. Sin embargo, nunca hubo estrategia alguna y la cruzada anticorrupción derivó en segmentada y limitada a los adversarios del régimen. Estos, ni cortos ni perezosos, le regaron piedras en el camino.

No hay Junta Nacional de Justicia, en reemplazo del disuelto Consejo Nacional de la Magistratura. Tampoco acusaciones fiscales emblemáticas concretas ni juicios abiertos contra ningún ‘cuello blanco’. Menos, por supuesto, sentencias. Apenas hay investigaciones preliminares y detenciones preventivas sin sustento. Y ni un solo cerrojo anticorrupción intimidatorio en la administración gubernamental.

Que las reformas constitucionales planteadas al Congreso no fueran aprobadas a entera satisfacción presidencial, bajo la presión de una cuestión de confianza absolutamente endeble, y que el fiscal Pedro Chávarry no solo siguiera en su puesto, sino que en un momento se constituyese como el tenso factor clave para que el Ministerio Público pudiera ser reorganizado, a iniciativa gubernamental, representan hechos harto sensibles a la personalidad de Martín Vizcarra. De ahí que sus reacciones sean más parecidas a la intolerancia de un Alberto Fujimori en vísperas del 5 abril de 1992 que al apego al Estado de derecho de un Fernando Belaunde en vísperas de la incursión militar de Juan Velasco Alvarado el 3 de octubre de 1968.

Si los países como el Perú requieren cruzadas anticorrupción para impedir que los presidentes roben, también necesitan cruzadas de transparencia que impidan que los presidentes mientan. Ambas cosas llevan a desastres como los de Venezuela y Nicaragua. Al engaño de que quienes predican acabar con la corrupción terminan haciendo lo mismo: perpetuarse en el poder.

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En las medias verdades del presidente Vizcarra y en sus gestos displicentes, no encuentro la honda frustración de quien se cansó de bregar ante un Congreso intolerante y embustero que lo mueva a una digna renuncia.

Siento, al revés, los pasos de un mandatario dispuesto a ser más intolerante que el Congreso, al punto de que, si no funciona su última propuesta tal y como él quisiera, podría arrastrarnos a una peligrosa involución histórica, de las manos de unas fuerzas armadas, sin duda subordinadas al poder político, pero que no quisieran sumar una raya más a desprestigios antidemocráticos anteriores.

Un eventual “¡se van todos, me quedo yo!” podría tener, Dios no lo quiera, la sonoridad de los tanques en marcha. (Juan Paredes Castro)

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