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Opinión

Perú y la corrupción: un país donde los políticos nunca dicen que no

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Una comunidad sana, ha teorizado Javier Cercas, debe poseer tres tipos de individuos: un maestro que enseña a vivir, un médico que ayuda a morir y, por último, una persona que dice no. Cableados como estamos la mayoría de nosotros para seguir tendencias y decir que sí a cuanto se nos ofrece, las sociedades requieren de individuos excepcionales y capaces de rebelarse con un rotundo no y así preservar la dignidad de la comunidad. Pobre de la sociedad que necesite héroes, sentenció el Galileo de Brecht. Más pobres aquellas que no los produzcan, retrucaría Cercas.

Ante la corrupción que anegó América Latina en la última década uno se pregunta: ¿dónde están quienes dijeron no a la corrupción? Cada uno podrá buscar a este imprescindible individuo en su propio país, pero en el Perú resulta difícil distinguirlo. Lava Jato y Odebrecht han dejado la diáfana impresión de que nuestros líderes fueron incapaces de negarse al dinero fácil.

Y se podía esperar que lo rechazaran. Si no por convicción, al menos por miedo. Durante los noventa, el país padeció uno de los gobiernos más corruptos de su historia. Doscientos funcionarios cercanos a la gestión Fujimori fueron sentenciados por algún delito de corrupción.

Es decir, sorprendentemente, a la sempiterna corrupción siguió la rara sanción.Esto debería haber constituido un disuasivo a nuevas trapacerías durante la recuperada democracia de los 2000. No lo fue. En el año 2004, según investigaciones fiscales y periodísticas, el expresidente Alejandro Toledo negoció un soborno de 30 millones de dólares con Odebrecht a cambio de otorgarle la construcción de la carretera interoceánica que conectaría Perú y Brasil. Finalmente, solo habría recibido veinte millones, ya que Odebrecht no consiguió el tercer tramo de la vía. Toledo vive en Estados Unidos, prófugo de la justicia.

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Entre 2006 y 2011 Odebrecht vivió su lustro dorado. Alan García era presidente y miles de millones fueron otorgados a proyectos realizados por esta empresa. Seis funcionarios de dicho gobierno, incluyendo un viceministro, han sido encarcelados por coimas de más de 8 millones de dólares. García tiene una investigación abierta por tráfico de influencias. Más allá de lo que establezcan los tribunales, los limeños ven a diario la prueba última de la estrecha relación entre García y Odebrecht, pues la bahía de Lima es dominada por un Cristo enorme que la empresa ofrendó al expresidente. Si el de Río de Janeiro es el Cristo del Corcovado, los limeños bautizaron al suyo como el Cristo de lo Robado.

Odebrecht no solo corrompió políticos y funcionarios. Como documentó Malú Gaspar en un reportaje notable en la revista Piauí, para hacerse de las grandes obras de infraestructura, debió coludirse con empresas y empresarios nacionales. Según funcionarios de Odebrecht, sus socios locales estaban al tanto de los sobornos y aportaban a dichos «gastos».

Hoy el expresidente Ollanta Humala está preso preventivamente porque habría recibido dinero de Odebrecht para sus campañas. El mandatario Kuczynski dedica su presidencia no a gobernar, sino a ver cómo disimula sus múltiples y ahora públicas relaciones con Odebrecht; las cuales hasta hace poco negaba categóricamente.

La acción de Odebrecht y otras constructoras brasileñas fue más sutil que la del soborno descarado. Como ha declarado Marcelo Odebrecht y ha confirmado Jorge Barata, su brazo ejecutor en Lima durante más de una década, la empresa apoyó a casi todos los candidatos con oportunidades de ganar la presidencia en 2006 y 2011. Han brindado montos exactos. Siendo una empresa con una división entera dedicada al pago de sobornos, no es difícil presumir que, aun si recibir dinero de empresas para campañas no constituye delito, estas contribuciones fuesen una suerte de sobornos diferidos y difusos entre potenciales gobernantes. Según Barata, bebieron de esa misma agua envenenada los expresidentes Toledo, García y Humala, el actual presidente Kuczynski, la ex alcaldesa de Lima Susana Villarán y la dos veces candidata presidencial Keiko Fujimori. No hubo quien dijera no.

¿Por qué nadie puede decir no? Pregunta dolorosa. La Constitución peruana afirma que el presidente «personifica» a la nación. No podemos quitarle la nalga a la jeringa, la pregunta nos involucra. Por lo pronto, sugiero leer La pasión de Enrique Lynch de Richard Parra publicada en 2014. Esta novela corta es el extraordinario relato sobre el siglo XIX peruano de la mano de un hombre de negocios que es una suerte de ancestro carnal de Barata. Ingeniero norteamericano llegado de Chile, hace fortuna realizando obras públicas que consigue con sobornos e intimando con lo más fino de la sociedad limeña. Promete modernización a través de obras y le pagan con el dinero del booming commodity de la época: el guano. Parece calco. O sea, poseemos un par de siglos de experiencia. ¿Qué pasa en nuestras élites políticas y económicas que desde siempre han sido receptivas con los embajadores de la corrupción?

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Aunque la pregunta es enorme y caben infinidad de hipótesis, es indispensable observar la relación de estos actores con las instituciones que los rigen. Nuestros líderes políticos y económicos prosperan bajo las instituciones informales del particularismo: dinero para mi campaña, tolerancia con la corrupción de mis acólitos y recursos para aceitar a mi clientela. Sin embargo, según la ley formal, ellos mismos deberían reforzar la institucionalidad del interés general. Oh, paradoja, deben fomentar las instituciones formales que combatan las instituciones informales del particularismo desde las cuales prosperan. No ocurre.

Los peruanos hemos sido testigos de esto una y otra vez. Con el congreso anterior (2011-2016) el congresista Juan Pari realizó un excelente informe de investigación sobre la actuación de las constructoras brasileñas en el Perú. Congresistas de todos los partidos decidieron que se engavetara. Solo adquirió actualidad cuando las justicias brasileña y estadounidense revelaron lo sucedido en el Perú. Algo similar ha ocurrido cuando se quiso fortalecer la unidad de investigación de delitos financieros del poder judicial o al fiscalizar las «donaciones» a las campañas. Y recordemos que grupos empresariales hacían cabildeo para que en los procesos por corrupción se sancionase al funcionario y no al privado.

Tras el canto solista de Jorge Barata, ingresa el coro podrido de la política peruana. Obviamente, nuestros políticos ignoraban todo. La tragicomedia es mayúscula. Renuncian a partidos, dibujan caras de sorpresa, hay quien ya tomó un avión al extranjero y acusan de corruptos a otros políticos por actos casi idénticos. El desprecio por la ciudadanía es indisimulado, nos tratan de idiotas en nuestra cara.

Ante la crisis, la primera reacción es deshacernos de este elenco acostumbrado al sí. Pero está probado que nuevos actores también pueden tener el sí fácil. Más bien, la crisis abre oportunidad para hacer ciertas reformas institucionales que, al menos, cierren la puerta al ingreso de dinero sucio en las campañas electorales. Después de todo, si el individuo ejemplar que dice no preserva la dignidad de la comunidad, son sus instituciones ejemplares las que permiten la prosperidad en el largo plazo. (*Alberto Vergara ) *El autor es profesor de la Universidad del Pacífico y autor del libro «Ciudadanos sin república».

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