Fingiendo ser lo que no era y bajo los encantos de una adulonería pública de incalculable costo presupuestal, pudo haber llegado más lejos, como ponerse, por ejemplo, al frente de un mandato cívico militar de plazo indefinido que, a su vez, colocase en la congeladora, como hasta ahora, sus acusaciones de corrupción.
Si juristas notables habían caído en su seducción como constructores increíbles de teorías constitucionales y de Estado, poco faltó para que los mandos militares y policiales, retratados con él en cada situación de crisis, lo acompañaran en una aventura de facto, confundiendo la subordinación democrática al poder civil con la debida obediencia política, que viene de los tiempos de Ollanta Humala.
Con el pretexto de la crisis sanitaria del COVID-19, que Vizcarra supo llevar y traer como le daba la gana, ya tendríamos a la fecha canceladas las elecciones generales y celebrado un pacto con el Congreso para una cohabitación perfecta de tiempo prolongado, y otro pacto con la OEA, mediante un embajador ‘ad hoc’, para que avalase las “nuevas razones democráticas” de Estado.
Pasar del Vizcarra inverosímil al Vizcarra real, con todo lo que aún queda por saber y descubrir sobre él, representa un duro golpe para muchos de sus seguidores y colaboradores de ayer y hoy, pero mucho más para el cargo y la majestad de la Presidencia de la República, que vuelve a ser, una vez más, como con Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García, Humala y Pedro Pablo Kuczynski, fuente de impostura y traición.
Si seguimos la misma lógica de conducta de Vizcarra, a nadie debería sorprenderle que ahora sea candidato a una curul del Congreso que antes le repugnaba y que haya podido pasear sus oscuras influencias a través de los engorrosos filtros del Jurado Nacional de Elecciones (JNE). Que este organismo, incompleto en el número de sus miembros, haya tirado al canasto una investigación rigurosa del periodista Ricardo Uceda que ponía el dedo en la llaga sobre un sospechoso fallo vinculado a Vizcarra, revela una grave amenaza a las garantías de transparencia e imparcialidad del proceso electoral en marcha.
Ahora sabemos, también, que al vacunarse en secreto antes que cualquier peruano desprotegido, como un médico de guardia en una UCI, Vizcarra hizo de la última fase experimental china de inmunización contra el COVID-19 una oportunidad propicia para mentir y sacar provecho propio y familiar, simulando un voluntarismo que nunca existió.
Del presidente vacado al impostor vacunado no mediaba casi nada.
A propósito, resulta legítimo preguntarnos ahora si el Vizcarra que conocemos realmente honraba la presidencia, la jefatura del Estado, la nación y el mando supremo de las Fuerzas Armadas y policiales a la hora de su vacancia.
Ya entonces estábamos enterados de que i) quien lideraba la lucha anticorrupción lideraba también, paradójicamente, la impunidad, y que ii) quien aspiraba a ser el abanderado en la lucha contra el COVID-19 en América Latina pondría al Perú a la cabeza del ránking mundial de contagios por la pandemia y de las peores cifras económicas en la región.
Ante crédulos e incrédulos, Vizcarra logró montar cómodamente una farsa de impacto nacional, fingiendo ser lo que no era: ni demócrata, ni reformista, ni moralizador, ni gobernante, ni estadista.
Bajo esta farsa, convirtió al fujimorismo de un aliado bajo la mesa a un enemigo al descubierto, puso al Ministerio Público al servicio de la demolición política de sus adversarios, usó a honestos e inteligentes políticos y juristas en sus maniobras de desestabilización del Estado de derecho y, finalmente, condujo al país, sin que se le moviese una ceja, a los siniestros abismos de la mayor confrontación política que hayamos vivido en este nuevo siglo.
A Vizcarra le bastó emplear una habilidad mediocre para embaucar a medio mundo político, jurídico, empresarial y mediático, y arrastrarlo hacia su truculento proyecto de “Refundación del Estado Peruano”. Hizo del Congreso de mayoría fujimorista no solo su monigote de turno para imponerle al país reformas absurdas vía referéndum, sino también su indefensa víctima final, disolviéndolo, a mi juicio, inconstitucionalmente.
Estamos ante un impostor perfecto al que quizás no le alcancen los brazos fiscales o judiciales por su diestra capacidad de envolverlos en su propio juego, como ha hecho con el JNE, y al que los más altos órganos políticos tampoco podrán sancionarlo fácilmente más de lo que ya significó para él la vacancia.